Mamá me encerró con llave. En mi mente de niño, no podía entender, por qué era tan cruel conmigo.
Me quedé en un rincón del cuarto. Estaba furioso y vengativo. Quise dormir, pero no pude. Quería que volviera. Necesitaba tenerla.
Me puse a golpear las paredes con todas mis fuerzas. Intenté abrir la puerta de madera, usé mis uñas y hasta mis dientes, pero no lo logré. Del otro lado estaba mi madre.
Asomé, como pude, parte de mi ojo y la vi. Estaba allí, a punto de abrir la puerta de esa casa, para irse. Cuando me vio se detuvo. Yo lloraba. Era la única forma de que regrese.
Entonces la observé caminar de regreso. Cambió la expresión de su rostro: lo que antes era prisa, ahora era puro amor de madre. Entendí que me amaba, tanto como yo necesitaba de ella. Empujó mi pequeña cabeza hacia dentro. Tomó las llaves y abrió la puerta. Yo estaba lloroso, resentido, ¿cómo podía dejar a su pequeño hijo detrás?, me pregunté.
Cuando escuché sus pasos, acercarse hasta mí, di media vuelta y me abalancé sobre ella. La vi llorar, entonces me detuve. Observé que su amor era tan grande.
Sus lágrimas, sus ojos, negros, empapados en llanto, y no pude contenerme más. Tomé los globos oculares de sus cuencas y los devoré y así ella no podría irse.
Ese día sobreviví gracias al sacrificio de mi madre. De eso han pasado casi dos décadas.
Ahora los ojos los tomo de los vagabundos y mujerzuelas, que tienen a sus hijos durmiendo en las calles. FIN.
(Créditos al autor).
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