Para ser franco yo escucho gemidos muy potentes todas las noches. Hay veces que termino de leer alguna obra excelentísima, también algún poeta casi sin nombre, y abro la ventana del cuarto. Vivo en un sitio tranquilo, entre la gente común, compadeciéndome de ellos. Y bueno, ahí están siempre los gemidos, como de gorila en lucha con un dragón de Komodo, y tiembla el suelo y las luces de las casas aledañas se encienden, excepto la mía, porque no quiero que el golpe del foco me ciegue, prefiero encender una vela o un fósforo, y ya entrado un puro o los cigarros que hagan falta. Recorro con el ascua el marco de la noche en la ventana, los gemidos se hacen más sonoros, más luces cada vez, ya no se ven estrellas. Algunos toman inspiración y empiezan a follar también (puesto que los gritos, evidentemente, son producidos por un acto sexual anónimo): los viejos, los paralíticos, las señoras de buenas maneras, los jóvenes escondidos, los policías, los ladrones, los animales. Todos empiezan a desgañitarse en la realización del acto de aparearse que no es para nada silencioso. Entonces escribo algún poema, pero en vez de colocar follar o coger o culear o parchar o templar o garchar, y otras tantas vulgaridades, escribo algo como acto coital, o acto amatorio. En realidad mis poemas son malos, pero al menos tengo el pudor de no erectarme y guardarme de las pasiones descontroladas, resisto estoicamente y flácido como una gelatina.