Y de repente despertamos un día y el mundo cambió: En Disney se apagó la magia. La muralla china no era tan fuerte. New York ahora duerme. La NBA dijo no bolas ahora. Ningún camino quiere conducir a Roma. La cordura le cedió el paso a la histeria y el pánico.
Un virus se corona, como si fuese dueño del mundo.
Y entonces nos dimos cuenta de nuestra fragilidad. No sabemos si el daño es a propósito o irresponsabilidad de nosotros mismos. Pero la amenaza está ahí cada día más fuerte.
Ya los memes no causan tanta risa. Los abrazos y los besos se transformaron en armas peligrosas. Y la escasez de productos, nos demuestra una vez más lo egoísta que somos. Tan egoístas, que decimos "no hay problema, este virus solo se lleva a los viejitos”, como si no tuviéramos a nuestros padres o como si no fuéramos a llegar nunca ahí.
Queremos hacer valer nuestros "derechos" de decidir si dejar vivir o no a otro. Y ahora nos damos cuenta que no podemos ni decidir por la vida de nosotros.
Un planeta que hoy se pone una máscara, no solo para un virus, sino para tapar nuestra vulnerabilidad, mezclada con soberbia. Y se lava las manos para no reconocer nuestra responsabilidad tal, como un Pilatos.
Pero hay algo que el coronavirus no cambiará. Es el amor y la misericordia de Dios. Eso permanecerá por la eternidad.
Así que amigos: Que no disminuya nuestra fe, no paremos de orar. Él está en control. Yo lo creo. ¿Y tú?
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