La noche se cernía sobre el descampado, un vasto y silencioso territorio, que parecía haber sido olvidado por la civilización. El hombre, cuyo nombre apenas importaba, en ese lugar tan desolado, caminaba cansado y abatido. Venía de un funeral, un último adiós a un amigo de toda la vida. Sus pasos resonaban en la tierra reseca, mientras se acercaba a la pequeña cabaña, que llamaba hogar.
No había electricidad en su morada, y la oscuridad era total, cuando cruzó el umbral. Encendió una vieja linterna de queroseno, cuya luz titilante apenas lograba despejar las sombras. El aire estaba cargado de humedad y un olor a tierra mojada, que se filtraba desde el exterior.
El hombre se despojó de su abrigo y se sirvió una taza de té. Se sentó en una silla de madera gastada y se sumió en sus pensamientos, recordando las palabras dichas en el funeral y los buenos momentos compartidos con su amigo. La nostalgia lo invadió mientras el viento aullaba afuera.
La cabaña en el descampado, siempre había sido su refugio, pero esta noche, algo en el aire parecía diferente. Los ruidos en la oscuridad eran inquietantes. Unos susurros apenas audibles se deslizaban por las paredes de madera, como si las sombras mismas hablasen en un lenguaje desconocido.
El hombre intentó ignorarlos, atribuyéndolos a su fatiga y a la tensión del día. Pero los susurros persistieron, aumentando en intensidad. Las sombras en las esquinas de la habitación parecían cobrar vida propia, danzando y retorciéndose de manera siniestra.
Decidió salir al porche en busca de aire fresco. En la penumbra, pudo vislumbrar figuras fugaces, moviéndose en la distancia. Algo en su interior se estremeció, un temor profundo que no podía explicar. ¿Qué demonios estaba sucediendo en su refugio?
La noche se volvía más oscura, y el hombre regresó a la cabaña, tratando de reunir sus pensamientos. Pero lo que encontró dentro, lo dejó sin aliento. En la penumbra, vio una figura parada en el centro de la habitación. La linterna de queroseno apenas arrojaba suficiente luz para revelar su rostro, pero su presencia era amenazante.
El hombre sintió un nudo en el estómago, mientras la figura avanzaba lentamente hacia él. En ese momento, los susurros alcanzaron su punto máximo, llenando la habitación, con un coro inquietante de voces, que parecían susurrar su nombre.
Entonces, la figura finalmente se reveló a la luz intermitente de la linterna. Era él mismo, su propio rostro reflejado en una expresión macabra. La voz del hombre tembló mientras balbuceaba: ¿Quién eres tú?
La figura sonrió siniestramente y dijo: "Soy el secreto que has mantenido oculto durante tanto tiempo". Con un movimiento rápido, sacó un cuchillo de su abrigo y avanzó hacia el hombre. El horror lo invadió cuando comprendió la verdad. El amigo cuyo funeral había asistido, el mismo amigo, cuya muerte había lamentado, había sido víctima de su propia mano. Él lo había matado, y la noche en el descampado, las sombras, y los susurros, todo había sido una manifestación, de su propia culpabilidad. La sangre se derramó en la cabaña, mientras el hombre luchaba por su vida, contra su propio reflejo macabro.
El descampado, una vez un refugio sereno, se convirtió en el escenario de un acto espeluznante. La historia, llena de giros inesperados, había llegado a su aterrador clímax, donde la línea entre lo real y lo imaginario se había desvanecido por completo.
(Tomado de Noches Inquietantes).
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