Señor, señor, me llama una mujer a mi espalda. Mi hijo, por Dios, no encuentro a mi hijo. Me vuelvo hacia ella. Tiene el rostro bañado en lágrimas. Tiembla y luce muy cansada.
Calma, calma, le dijo. Dígame ¿cómo se llama su hijo? Juan. Sus manos tiemblan. Se llama, Juan. No debe estar solo. Seguro está llorando de miedo sin mí, a su lado. Ya verás que lo encontraremos. Soy algo lento por esta edad, pero aparecerá.
Entonces empezamos a buscar, de arriba a abajo, de izquierda a derecha. Nos separamos para cubrir más terreno. Hasta que el sol se convierte en sombra. Daniela busca en los niveles superiores.
Juan José Hernández, leo en la lápida del nicho 131, del sector sur. La fecha y la fotografía coinciden con las de un niño. Es toda una familia. Vaya que estaba muy lejos. ¡Lo encontré!, grité, esperando que la mujer me escuche. Momentos después, ella aparece, su rostro es de alivio y felicidad.
¡Gracias a Dios! Mira la lápida. Sí es aquí, aquí estaba mi hijo. No me extraña que no lo hallaras, esto está casi lleno y son miles. Fue mi culpa, no debí alejarme tanto. Gracias, buen señor. Fue un gusto.
Me despido y me voy. Todavía tengo que visitar a mi esposa. No me molesta estar aquí en la noche. Vengo cada semana.
Me vuelvo para ver a la mujer. Seguro le habla a su hijo y deja flores, pero ya no está allí. No es inusual. Había una Daniela junto al niño. Con frecuencia salen de sus moradas y se pierden.
Solo quisiera no estar tan viejo. Me duelen las piernas y mi esposa descansa en la zona norte. Tengo mucho que caminar. No hace falta, me dice una voz a mi espalda. Es mi esposa. Tan tierna, tan amable. Me ahorró el trabajo.
Hace tiempo que no damos un paseo por su barrio.
(Autor: O. J Cuasquer).
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