UN ACTO CRIMINAL.
En cuanto la vi apoyada en aquella ventana, dejando que la suave brisa de la tarde enfriara su piel del color de las avellanas, me encapriché de ella. Y cuando digo que me encapriché, quizá no me estoy explicando con claridad; aquello fue una obsesión instantánea, pues en mi vida no había visto nada tan bello, nada tan bien hecho, como ella. Pero lo que me perdió, fue su aroma afrutado y primitivo, que, arrastrado por el viento cómplice, inundó mis fosas nasales.
En ese instante comprendí que debía ser mía, no podía ser de otra manera. Yo era su destino. Así que, sin pensar si lo que hacía estaba bien o mal, me acerqué a aquel alféizar y, amparado por el manto de la noche, que empezaba a cubrir la ciudad, la rapté.
Al tomarla entre mis manos, me sorprendió que, con lo pequeña que era y lo poco que pesaba, irradiase aquel calor que quemaba las yemas de mis dedos, con solo su contacto.
El tenue aroma que había percibido antes, se intensificaba ahora con la cercanía y nublaba mis sentidos.
Escuché un ruido dentro de la casa y corrí entonces, como nunca lo había hecho, temiendo que en cualquier momento, alguien diera la voz de alarma y me detuviera sin haber podido probar antes su sabor.
Sudoroso y asustado, por fin llegué a mi casa y, en la intimidad de mi cocina, me propuse culminar mi deseo. Con el cuidado de una madre, la deposité encima de la mesa y me quedé observándola solo unos segundos, pues sabía que si me demoraba, los remordimientos no me permitirían disfrutar de lo que iba a hacer.
Con dos golpes certeros, enterré mi cuchillo en su tierno cuerpo; un rastro de gotas carmesí se desprendió del cuchillo mientras lo acercaba a mi boca. El sabor de sus entrañas provocó a mi alma atormentada espasmos de placer.
Pero es que, podéis creerme: jamás en toda mi vida había saboreado "una tarta de fresa”, como aquella. FIN.
(Autor: Alberto Miguéns Alonso).
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