Daniel conoció a una hermosa chica en la fiesta. Llevaba un vestido blanco y miraba para todos lados, tímida y solitaria.
Nadie la invitaba a bailar, así que Daniel vio su oportunidad de la noche. Se le acercó, le hizo la plática y empleó frases prefabricadas, que le eran muy útiles en estos casos.
La chica venció su timidez poco a poco, dejando escapar sonrisas, cada vez que Daniel decía algo ingenioso.
Tras una plática amena y divertida, ella lo invitó a un lugar más íntimo. Salieron de la fiesta sin que nadie lo notara.
La chica lo tomó de la mano y lo condujo por calles solitarias, apenas alumbradas por alguna lámpara cansada.
Después de un rato de caminata y coqueteos, llegaron a un lugar muy peculiar: el cementerio.
Daniel se detuvo en seco, mirando la lúgubre entrada del lugar. Ella lo miró con ternura, sus ojos tristes resultaban extrañamente seductores. Su cuerpo se volvió brumoso de pronto, y atravesó la reja como si esta no existiera.
Ven conmigo, Daniel, le dijo, con un rostro pálido y una voz de ultratumba. Sígueme, acompáñame a mi lugar de descanso.
Daniel la miró decepcionado, pero manteniendo la calma. Entonces, ¿eres un fantasma?, le preguntó.
Morí hace unas décadas, pero podemos amarnos esta noche. Tengo frío, necesito las caricias y ternura, de las que tanto me has hablado.
Daniel miró su reloj, y al ver que faltaban solo unas horas para el amanecer, apretó los dientes, mostrando unos largos colmillos afilados.
Lo siento, de verdad no puedo, no tengo calor que ofrecerte. Debo irme. Dio media vuelta en silencio y se alejó sin mirar a la chica.
Entonces volvió a la fiesta, en busca de un cuello tibio que pudiera morder.
(Santiago Pedraza).
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