í . Odiaba esa palabra. Y cuando la cambiaba por centro de ayuda, decía que era lo mismo.
Me voy a morir en mi casa, me decía constantemente. ¡Es mi casa! No iré a ningún otro lado. Saldré de aquí en un ataúd y más te vale que sea bonito.
Ella no entendía que necesitaba ayuda a su edad. La última vez se quemó las manos, intentando encender unos fósforos, ya que no podía usar cocinas eléctricas, así que tenía una antigua. Otro día la encontré con un gran golpe en la cabeza. Me dijo que se cayó de una silla cuando intentaba cambiar un foco.
Le rogué que aceptara la ayuda de una ayudante en la casa, porque se negaba a salir, pero tampoco aceptó. No quiero a una extranjera en mi casa. No confió en ellos. Ya te dije que no necesito ayuda.
No pude hacer nada más que visitarla dos veces por semana, para asegurarme de que estaba bien.
Con frecuencia la encontraba dormida en el sofá, con el televisor encendido y sosteniendo una fotografía de su esposo, mi abuelo. Entre sueños siempre decía: Perdóname, como si le dijera a alguien. Ahora sé que se lo decía al abuelo.
Falleció luego de un año. Tenía 93 años y el cráneo del abuelo, estaba conservado, debajo de una almohada, junto a ella.
Ahora entiendo por qué no quería que nadie viviera con ella. Hace años que el abuelo desapareció y nunca lo encontraron. Me alegra saber que no estaba sola. FIN.
(Autor: O. J Cuasquer)
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