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Relatos Frente al Fuego

a Jack London.

Hace alrededor de un millón de años, los antepasados de los humanos comenzaron a usar el lenguaje.

Luego, hace tal vez cien mil años, los hombres aprendieron a dominar el fuego.

Mucho después, hace más o menos diez mil años, nuestros ancestros inventaron la escritura.

Estas son aproximaciones muy groseras, potencias de diez, pero con un margen de error suficientemente generoso se acercan bastante a la fecha real, por otro lado imposible de conocer.

En el medio, un día entre los días, nació la literatura.

Más probablemente, una noche entre las noches. Me imagino esa noche, inmediatamente después de descubrir el fuego, ese fuego amigo que mantenía a raya a las fieras que pretendían engullirnos, ese pedazo de día encendido en medio de la oscuridad de la noche, esa hoguera que nos revelaba pares de ojos fantasmales, ojos sin cuerpos que nos acechaban desde las tinieblas, peligros misteriosos que sólo podíamos imaginar, y el terror, ese horror ancestral que llenaba las sombras de formas y voluntades, y que todavía hoy nos acecha desde hace cien mil años, escondido en el fondo de nosotros mismos, y que revive de golpe cuando menos lo esperamos, al enfrentarnos a la oscuridad.

En ese grupo que se confortaba al calor de las llamas, en medio de ese espanto que hacía imposible aquietarse, una noche, un hombre entre los hombres comenzó a hablar. No estaba advirtiendo de un peligro, ni dando una orden para organizar un grupo de caza, no estaba tampoco indicando un sitio de donde se obtenían bayas o nueces o raíces comestibles. Estaba expresando simplemente sus miedos, sus angustias, sus frustraciones y deseos. Por primera vez en la historia de la Tierra la palabra cobraba sentido por sí misma.

Y el resto de la tribu, los demás hombres y mujeres y ancianos y niños que compartían el hogar, fascinados por el hilo del discurso, pudieron olvidar durante ese lapso de tiempo las amenazas de la noche, pudieron confiar y llenar las sombras de otras formas, las de sus propios miedos, angustias, frustraciones y deseos, porque el hombre que hablaba, por el acto de hablar se convertía en el intérprete de todos los hombres: él podía expresar lo que los demás no se atrevían o simplemente no podían.

Esa noche nació la magia, porque esa noche nació la literatura.

Desde entonces, las noches fueron distintas. Las tinieblas ya no fueron pobladas por la angustia, sino por las imágenes que ese hombre podía conjurar con su discurso, esa voz que penetraba sus oídos y se comunicaba directamente con sus mentes, ese hechizo que es tan parecido a la telepatía, porque un hombre sólo con su voz es capaz de hacer ver, y oler y sentir y pensar a todos los demás.

Los discursos probablemente fueron evolucionando hacia formas cada vez más elaboradas, para mantener el interés de una audiencia crecientemente exigente, y fueron naciendo de a uno esos viejos y buenos recursos: el suspenso, el desenlace inesperado, la moraleja aleccionadora, la épica heroica, esos detalles que hacen que una historia sea digna de ser contada, y seguramente la combinatoria hizo que las palabras se fueran apilando de distintas y mejores maneras, y entonces la Belleza hizo nacer a su hija la Poesía.

U otras veces los hombres simplemente comunicarían a los demás sus ideas, sus concepciones del Universo, sus incógnitas y sus maneras de explicarlas, y ese hecho de compartir a través de la conversación generó la filosofía, la ciencia, y la religión.

Este era el tema que más disfrutaba Lanzador-De-Hachas. Él era un cazador, y era bueno en lo que hacía. Conocía los tiempos en que las manadas de los distintos animales atravesaban el territorio de la tribu, y era capaz de predecirlo por el sitio de la salida del sol. Por supuesto que muchas veces había animales que se le escapaban, pero cuando una de sus flechas había penetrado la piel de una presa, inexorablemente esa presa se convertía en comida.

Por eso y por otras cualidades, a menudo era él quien tenía a su cargo organizar a todo el grupo de cazadores. Y eso significaba asumir la responsabilidad y el compromiso de alimentar a toda la tribu. Esto podía representar la diferencia entre la vida y la muerte de muchos.

Lanzador-De-Hachas sabía que cuando ellos cazaban un animal para comer, la tribu sobreviviría por dos o tres días más. Luego empezaban a morir los más débiles, los niños o los ancianos, después del tercer o cuarto día. Incluso después, si el animal era grande. Pero los animales más grandes eran más difíciles de matar, y además el riesgo de perder algunos cazadores en el intento era mayor.

Así, se fue dando cuenta que cuanto más costaba quitarle la vida a un animal, más tiempo de vida le proporcionaba ese animal a la tribu. Era como que la vida era un fluido, un fluido que los animales llevaban adentro, y al matarlos, él llevaba ese fluido para la tribu, y así les traspasaba a los demás la vida de los animales que mataba. Como el agua, el agua era otro fluido que se podía llevar desde el río hasta el campamento, y el agua también era vida, sólo que más fácil de recoger.

Incluso las vidas de los cazadores que morían se trasladaba a la tribu, porque cuantos más cazadores morían al capturar a un animal, más vida les daba ese animal a la tribu. Como matar un mamut, ya se sabía que para matar un mamut se podían perder dos o tres o quizá más hombres, pero un mamut le procuraba a la tribu muchos días de subsistencia, y también pieles grandes para vestirse y cubrirse de la lluvia, y cuando se vestía la piel del mamut se podía sentir su calor, y ese calor también era parte de la vida del mamut.

Como el calor del fuego. El fuego podía matar, pero también podía conservar la vida, como en los tiempos de nieve, con el fuego la tribu podía resistir aunque hiciera mucho frío. En la nieve, sin fuego te podías morir. Entonces el fuego también era un fluido, y a lo mejor el fuego y el agua y la vida y la sangre eran el mismo fluido.

Lanzador-De-Hachas había observado que los animales no se morían enseguida: cuando mataba a un animal, la carne de ese animal era buena por un corto tiempo, porque el animal se seguía muriendo lentamente, y después de una semana o dos, antes si hacía calor, cuando el animal se había terminado de morir, ya no se podía comer, porque si comías un animal que se había muerto del todo, te comías la muerte con él y te morías también. Pero el fuego podía matar la muerte de la carne de los animales, y esta carne duraba mucho tiempo más. Entonces el fuego era vida, pero además era vida que podía matar la muerte.

Y, por otro lado, el agua, que también era vida, podía matar el fuego, como el agua de la lluvia en los tiempos calurosos. Entonces el agua podía matar al matador de la muerte, y todo esto se volvía muy confuso para Lanzador-De-Hachas, porque sabía que la vida, y el fuego, y el agua, eran buenos, pero no debían mezclarse.

Y además, los tres fluidos se agotaban rápidamente con el tiempo. El fuego se apagaba, el agua se secaba, y la gente y los animales se morían, cierto que algunos más rápido que otros.

Estos eran los temas de los que hablaba Lanzador-De-Hachas alrededor del fuego, ciertas noches en las que estaba locuaz. Algunos lo entendían, y le aportaban ideas nuevas y valiosas. Otros lo refutaban sin lógica alguna, por el puro gusto de razonar, y otros, tal vez la mayoría, lo escuchaban fascinados y creían en todo lo que él decía, sobre todo los niños, que esperaban convertirse en hombres para ser cazadores de renombre como él.

Así fue como una noche a Lanzador-De-Hachas se le ocurrió pensar que había animales que tardaban más en morirse que otros, este era un hecho. Y no siempre esto tenía que ver con el tamaño, porque todos sabían que era más difícil matar al leopardo que al ciervo, y el leopardo era mucho más pequeño que el ciervo. Pero al llevar la piel del leopardo podía sentirse mucha más vida adentro, y esto también era un hecho. Esto confirmaba que los animales tenían distinta cantidad de vida adentro, había animalitos que tenían una vida insignificante, como los caracoles, que uno podía matar casi sin darse cuenta, al caminar, y otros que tenían una cantidad de vida enorme, como el mamut.

Y si esto era cierto, y también era cierto que había muchos animales que ellos no conocían, y otros que habían visto muy pocas veces o sólo una vez, entonces debía haber en algún sitio un animal que tendría tanta vida adentro que no podría morir. Este era el Animal-Que-No-Muere. Si alguien pudiera cazar este animal y traerlo a la tribu, la vida que él proporcionara alcanzaría para todos, para siempre, y ya no sería necesario volver a salir a cazar nunca más.

Esa noche Lanzador-De-Hachas decidió que buscaría a ese animal y lo cazaría para la tribu. Por supuesto que no sabía como era, tal vez sería grande como el mamut, pero una cosa era segura: si el animal existía, no podría tener hijos ni andar en manada, porque si el Animal-Que-No-Muere tuviera hijos sería tan abundante que seguramente todos sabrían de él, y esto no era cierto y eso también era un hecho.

La vida siguió transcurriendo como siempre, el tiempo de la nieve y el tiempo del calor sucediéndose mutuamente, los cazadores siguieron persiguiendo las manadas en sus tiempos correspondientes durante muchas temporadas, y el resto del año atrapando presas chicas como ratones o conejos o ardillas, que siempre había, salvo en los días más crudos de la nieve.

Esta mañana ocurrió justamente en uno de esos días. Lanzador-De-Hachas había salido muy temprano, sólo, a buscar algún animalito que cazar, algún conejo blanco de los que andan entre la nieve. No era mucho, pero la comida escaseaba y cualquier cosa vendría bien para complementar las nueces y las raíces.

Había capturado dos ratones y un conejo, y le seguía la pista a un conejo macho enorme, blanco y de ojos rojos, con unas largas orejas rosadas, que había corrido en zigzag y lo había dejado en ridículo masticando nieve en el suelo.

Fue entonces cuando, a lo lejos, divisó un animal enorme que nunca había visto antes. Era menor que un mamut, pero mucho más grande que un ciervo. Tenía el cuerpo cubierto de un vello lanudo que le caía sobre los flancos moviéndose al socaire, del color de la nieve sucia.

Se lo podía haber tomado por un mamut pequeño, de no ser por su estupenda testa coronada por dos cuernos enormes, más largos y más grandes que los de un ciervo, pero muy distintos, eran cuernos como palas, como los huesos que los ciervos y los otros animales grandes tienen en la espalda. Este era un ciervo enorme con cuerpo de mamut que tenía una espalda sobre la cabeza.

Tardó poco en descubrir su característica más asombrosa: la bestia andaba sola. Miró agazapado alrededor, y no pudo descubrir ni huellas ni rastros de manada alguna.

Este debía ser, muy probablemente, el Animal-Que-No-Muere. Y si no lo fuera, de todos modos sería una presa excelente que les facilitaría muchos días y días de vida a la tribu.

Fue una buena decisión, pues la corteza de hielo no fue suficiente para sostener el peso del enorme animal, y se quebró. El río no llegó a tragárselo, pero le dio a Lanzador-De-Hachas el tiempo suficiente para huir.

Cuando llegó a la arboleda cercana, Lanzador-De-Hachas hizo inventario de las armas que le quedaban: sólo dos flechas, y el hacha que aún no había alcanzado a usar.

A la distancia pudo divisar al monstruo caracoleando sobre la playa congelada, la cabeza en alto, resoplando y lanzando columnas de vapor con su aliento. Las heridas que le había infligido no lo habían debilitado en lo más mínimo.

Pero ahora la suerte estaba a su favor. Protegido del viento, sin que la bestia supiera dónde estaba, sólo debía seguir acechándolo a distancia hasta que se le reventara el corazón.

Estuvo todo el día siguiendo el rastro del animal, perdiéndolo de vista sólo por breves momentos. Al caer la noche, encendió con habilidad unas ramas, y lamentó haber perdido los dos ratones y el conejo que había cazado esa mañana. Su magra colación fueron unas raíces que pudo recoger.

Al amanecer del nuevo día, se puso en marcha tras el rastro de nieve teñida de sangre. Por suerte durante la noche no había nevado, y las huellas se marcaban frescas como recién hechas.

A las pocas horas lo había divisado, y continuó acercándose hasta él con tranquilidad, pues el viento soplaba de frente.

Se arrastró como una serpiente sobre la sabana helada hasta que estuvo a la distancia de una flecha. La bestia escarbaba con sus pezuñas la nieve, para alcanzar con su hocico las hierbas congeladas del fondo. No se apuró, esperó hasta el momento propicio, y entonces lanzó su suerte. Su objetivo era el cuello del animal, y casi lo alcanzó: el dardo se hundió fuertemente sobre la cruz.

Cuando se volvió para correr, sintió una ligera debilidad en las piernas: el frío, el hambre y la pérdida de sangre estaban haciéndose notar.

Estaba corriendo hacia el escondite elegido, unos matorrales bajos sobre la ladera de la cañada, cuando sintió que lo adelantaban a ambos lados de su cuerpo los cuernos formidables de aquel animal, y sin tiempo para pensarlo, con un movimiento de cabeza, lo arrojó por el aire.

Cayó a poca distancia, sin daños, sobre un colchón de nieve. Se incorporó rápidamente, sólo para ver el soberbio testuz a punto de embestirlo nuevamente.

Fue un golpe sin carrera, por lo cual Lanzador-De-Hachas acertó a tomarse con ambas manos de esas astas, y, dibujando un círculo en el aire, fue a quedar a horcajadas sobre el cuello colosal de la fiera, que continuaba su carrera.

Lanzador-De-Hachas aferró la única flecha que le quedaba, y la sepultó hasta la pluma a través de la piel del cuello del animal, que, con un fuerte bramido, corcoveó con tal intensidad que lo lanzó por el aire.

El cuerpo lastimado de Lanzador-De-Hachas se levantó con la fuerza de un resorte, y se lanzó a la carrera para alejarse de la bestia que rugía con ferocidad detrás de él.

Sólo se detuvo cuando alcanzó la relativa seguridad del bosque. Cuando se volvió, observó a la distancia al monstruo enfurecido dando cortos galopes, embistiendo, arrojando espuma por la fiera boca a uno y otro lado. En ese momento supo que lo tenía, que sólo era cuestión de tiempo para matarlo; y también comprendió, con un sordo temblor en su mandíbula, que la furia de aquél animal no tenía límites, que si lo tuviera a su alcance lo destrozaría con su cornamenta y con sus pezuñas y sus dientes.

Escaló con precaución un alto árbol cuyas ramas le darían protección, y se ocultó en el follaje.

Un sol destemplado brillaba sobre la nieve, cegándolo. A lo lejos el monstruo había dejado de bramar, y trotaba sobre la nieve, desafiante.

Lanzador-De-Hachas sentía dolor en cada hueso y cada músculo de su cuerpo. Arrancó un trozo de corteza y lo masticó, tratando de vencer la debilidad que lo dominaba. Estaba momentáneamente a salvo, y casi sin notarlo, se durmió.

No supo durante cuánto tiempo dormitó, pero el sol se ponía cuando sintió que el árbol en el que se encontraba se sacudía con las acometidas del animal: lo había estado buscando todo este tiempo, lo había encontrado e intentaba hacerlo caer.

De pronto, de cazador pasó a sentirse presa. Quiso moverse, y sintió un agudo dolor en el hombro izquierdo. La bestia seguía golpeando con su testa el tronco del árbol, y sus flechas ya no estaban a su alcance, aunque podía verlas, clavadas en varios lugares del cuerpo del animal.

Sólo tenía su hacha. Pensó que si pudiera golpear esa cabeza entre los cuernos, tal vez... recordó su breve cabalgata, y consideró lo que podría ser su única oportunidad.

Se puso de pie sobre el gajo en el que se encontraba, y en el mismo momento de la siguiente embestida, saltó sobre el cuello de la bestia.

Ésta, al sentir su peso sobre ella, se lanzó a la carrera hacia el claro. Lanzador-De-Hachas estaba fuertemente sostenido con los brazos, y no tenía manera alguna de alcanzar su hacha sin caer. La suerte no le duraría mucho tiempo, así que intentó morder la dura piel, en vano.

La carrera continuaba, cada vez con mayor velocidad. De pronto, la bestia se detuvo en seco, arrojándolo con violencia por el aire.

Al caer, Lanzador-De-Hachas sintió un fuerte crujido y un agudo dolor. Había visto a muchos cazadores tronar así, y sabía que ya no podría levantarse.

Contempló al monstruo que se detenía un momento antes de asestar su estocada final, y no alcanzaba a comprender cómo él, Lanzador-De-Hachas, el cazador implacable, el infalible, podía haber fracasado en el intento de matar a este animal.

El monstruo ya se alzaba, rampante, ante él, cuando, por fin, comprendió su error.

– ¡Eres el Animal-Que-No-Muere! – , le gritó, mientras las pezuñas de la bestia se hundían en su pecho ensangrentado.

F I N 

Rafael

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